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A Contretemps, Bulletin bibliographique
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La segunda muerte de José Peirats
À contretemps, n° 38, septembre 2010
Article mis en ligne le 13 décembre 2011
dernière modification le 19 janvier 2015

par F.G.

… o cómo Enric Ucelay-Da Cal,
eminente representante del Alma Máter,
inventa, prologando las Memorias de José Peirats,
un nuevo método de ejecución intelectual :
la descalificación post mortem


José Peirats (1908-1989), que fue ladrillero y periodista obrero antes de convertirse en uno de los mejores especialistas del anarquismo español, se le ha citado a menudo en las columnas de À contretemps, y lo hemos hecho como mínimo por dos motivos. El primero, porque, durante los años 1930, su existencia militante le colocó, como redactor que fue de Solidaridad Obrera, en el meollo de una « gimnástica revolucionaria » que desembocaría, en julio del 36, en un proceso revolucionario de una amplitud sin igual. Esta revolución, que sigue alimentando –pero también cuestionando– el imaginario libertario, Peirats la vio amanecer, y luego, presa de una infernal lógica de guerra, apagarse inexorablemente. El segundo (motivo), porque decidió hacerse él mismo su escrupuloso historiador al producir, en los años 1950, una obra crítica de una enorme calidad analítica y documental – La CNT en la Revolución española [1] –, de un alcance decisivo para la época. La rectitud sin fallos de la que hizo gala cuando la CNT faltó, en diversos momentos de su historia, contra los principios fundamentales que la regían, y el rigor intelectual con el cual intentó comprender las causas de esas desviaciones convierten a Peirats en uno de los personajes más singulares, y sin lugar a dudas uno de los más dignos de elogios, de una generación militante hoy desaparecida.

Visto el interés que nos tomamos por Peirats, el anuncio de la publicación de sus Memorias se nos antojó una excelentísima noticia, ya que esta edición se esperaba desde hacía ya mucho tiempo. En efecto, escrito en su mayoría en 1974 y 1975, este largo texto autobiográfico –de unas 1.300 páginas dactilografiadas– se topó al principio de los años 1980 con las imposiciones de algunos mercaderes de libros, entre ellos Planeta, los cuales se declararon deseosos de publicarlo pero amputándolo, para hacer entrar de fuerza los recuerdos del autor relativos a su niñez, a su adolescencia y a sus experiencias vividas de la época de anteguerra por el aro de ese tipo de producciones memorialísticas. Peirats, que podía ser muy cabezudo, se negó obstinadamente a semejantes cortes, prefiriendo con mucho que no salieran sus Memorias antes que se publicaran truncadas. Por eso rogó a su representante ante los editores, su amigo el historiador y sociólogo uruguayo Carlos Rama, que rechazara cualquier oferta de esa calaña. Para él, era o todo o nada. Por consiguiente, a falta de un editor digno de tal nombre, todo se redujo a la nada. Desde entonces, la única huella que teníamos de esas Memorias se la debíamos al propio Peirats, el cual aceptó, a finales de los 80 y a petición de la revista barcelonesa Anthropos, escoger unos extractos de sus Memorias, una selección que salió, poco después de la muerte de Peirats, en la colección « Antologías temáticas » de esta revista [2]. Desde entonces, depositado por su compañera, Gracia Ventura, en la Biblioteca Arus de Barcelona, el manuscrito dormía en las estanterías de aquella noble institución.

Muy buena se nos antojaba pues la noticia de que, a los veinte años de la muerte de Peirats, los historiadores Susana Tavera García y Gerard Pedret Otero preparaban una edición de sus Memorias. Por desgracia, visto el resultado [3], hemos de confesar que nos esperábamos –¡y tanto que lo esperábamos !– algo mucho mejor…


Para evitar cualquier malentendido, puntualicemos de entrada que no tenemos la intención de adentrarnos aquí en una reseña de las Memorias de José Peirats. Para ello, esperaremos que salga, redactada por la pluma de Chris Ealham [4], su biografía anunciada, de la que todo augura que permitirá, en paralelo con estas Memorias, un examen serio y pormenorizado del trayecto militante y de la obra de historiador del autor de La CNT en la Revolución española.

Dicho lo dicho y a la espera de días mejores, nos vamos a interesar por la manera en que esta edición truncada de las Memorias de Peirats, llevada a cabo por el neomandarinato universitario, desnaturaliza sus efectos y su alcance. Truncada, decimos, ya que la versión abreviada que nos dan de dichas Memorias Susana Tavera García y Gerard Pedret Otero contraviene al deseo expresado en repetidas ocasiones por Peirats de autorizar la publicación de sus Memorias con la única condición de que no fuesen amputadas, lo cual da a entender que, de vivir, se hubiera negado a avalar este proyecto del mismo modo que se opuso, incluso en contra de la opinión de algunos de sus allegados, a las veleidades depuratorias manifestadas por el mundillo editorial de los años 1980. Con los muertos se juega con ventaja, ya que se puede prescindir de su asentimiento.

Pero lo peor por parte de los responsables de esta muy discutible empresa editorial es sin lugar a dudas haberle confiado a su superior jerárquico –Enric Ucelay-Da Cal– el encargo de producir, a modo de prólogo del libro, un increíble alegato en contra del personaje y de las Memorias que debía supuestamente presentar. Algo así como si se hubiera invitado a José Visarionovich Djugachvili a dar un prefacio a Mi vida, de Trostki, o si el propio León Davidovich Bronstein hubiera prologado la autobiografía de Majno.

Profesor de historia contemporánea en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Ucelay-Da Cal es un especialista de los nacionalismos y, más en concreto, del nacionalismo catalán. Sin embargo, más allá de su campo de competencia, ese hijo de la diáspora republicana vertiente middle class, nacido en 1948, estudiante en Estados Unidos –de donde salió diplomado por la prestigiosa Columbia University (Nueva York)–, se precia asimismo de ser un experto en historia del movimiento obrero. Autor prolijo [5], Ucelay-Da Cal, a tono con la época, profesa una concepción objetivista y razonable de la historia, supuestamente desideologizada y desprovista de cualquier propósito militante. Bien es verdad que, desde el punto de vista político, el maestro historiador –quien, como muchos colegas suyos condecorados por el Alma Máter, escribe cuando y cuanto le apetece en la prensa– no es ningún extremista acalorado : sería más bien un esteta del mariposeo político. Puesto que lo más importante radica en tener siempre la sartén por el mango social-liberal, nuestro experto navegó, según soplaba el viento, en compañía de los amigos de José Montilla Aguilera, el « socialista » presidente de la Generalitat de Cataluña, y los de Artur Mas y de la Fundació Trías Fargas, sus opositores de « derechas » [6]. Esto dicho, la única ebriedad que embarga al personaje, es ser reconocido, desde la « izquierda » como desde la « derecha », como supremo representante de su casta, el Historiador por excelencia, puesto que Su Altiva Majestad Ucelay-Da Cal está sobre todo pagado de sí mismo.

Del autodidactismo al organicismo
o cómo nace un « intelectual orgánico »

Harto es sabido que a los historiadores siempre les ha costado mucho hacerse cargo de las singularidades y del eclectismo del anarquismo obrero. Como si, de facto, aquel mundo no pudiera sino escapar de las casillas explicativas de una disciplina exageradamente clasificadora para entender la abundancia de su mundo imaginario y la pluralidad de las prácticas culturales y de los modos de acción que lo acompañan. Además, largo tiempo marxistas, en el sentido académico por supuesto, la mayoría de los representantes más eminentes de la disciplina –aquellos que publican y de los que se habla– acostumbraron a manifestar, respecto al anarquismo obrero, una condescendencia muy propia de la historiografía dominante. De ahí la acumulación de estereotipos producidos por el Alma Máter sobre un tema que, por lo visto, le cuesta trabajo sacar del tópico sabiamente repetido y metódicamente mantenido. Todavía hoy, el anarquismo sigue siendo, para él, la expresión de un anacronismo, de una pasión destructiva, de un idealismo sin contenido y/o de un autodidactismo trasnochado. Huelga precisar que esa incomprensión universitaria es evidentemente una oportunidad para el propio anarquismo : de esa forma escapa al orden discursivo de la historia, aquella que baila al son que le tocan los funcionarios del saber.

Ignoramos si Ucelay-Da Cal fue marxista en tiempos de una juventud vagamente crítica que la edad se habría encargado de aplacar [7], pero el mismo título de su prólogo –« José Peirats, el autodidacta como intelectual orgánico »– huele a antiguas influencias gramscianas. Notemos, sin embargo, que el concepto de « intelectual orgánico » –el cual, en el verdadero sentido del término, conviene a los intelectuales orgánicamente supeditados al poder dominante, como el mismo Ucelay-Da Cal– sirve más vulgarmente, aquí, a calificar a los autodidactas promovidos al estatus de intelectual por su pertenencia a una organización de masa, en este caso la CNT. Sin insistir en el método que consiste en desviar un concepto definido para aplicarlo a una situación que no le corresponde en absoluto, hay que poner de manifiesto una deficiente comprensión de la relación –muy remota– que el anarquismo obrero mantiene con los intelectuales para pensar que el estatus de « intelectual orgánico » podía haber ejercido el más mínimo atractivo en unos autodidactas libertarios más interesados en ser « amantes apasionados de la cultura de sí mismos » (Pelloutier) que no adeptos de la promoción social o política. Ya que es poco decir que practicaron con suma constancia « le refus de parvenir [el negarse a medrar] » (Albert Thierry), que fue otra particularidad –y no de las menores– del anarquismo obrero y del sindicalismo revolucionario. Para decirlo claramente, su forma de ser los situaba a años-luz del universo mental de Ucelay-Da Cal, intelectual orgánico donde los haya.

Para el historiador, del que pasaremos por alto voluntariamente las largas y pesadas trivialidades sobre el apego de los libertarios al libro y a la cultura, Peirats sería pues el ejemplo perfecto del autodidacta que habría logrado hacerse un nombre, esto es salir de su condición de trabajador manual para entrar en la categoría, orgánicamente envidiable, de los trabajadores del pensamiento. Y si lo consiguió –o, para decirlo al modo del historiador, si hizo carrera como « intelectual orgánico »–, fue desde luego porque supo sacar provecho de sus talentos personales, pero sobre todo porque supo entender el ser profundo, la naturaleza secreta y el « cemento espiritual » (p. 62) del movimiento libertario español al que pertenecía. Ya que, moldeado y dominado por autodidactas, prosigue nuestro experto, manifestaba aquél tan escasa autoestima que se hizo el portavoz constante de un furioso « organicismo » (p. 62) que favorecía la promoción de sus miembros más « tozudos » (p. 62), « seleccionados por la lucha interna y el combate social » (p. 62). En dicho terreno, concluye Ucelay-Da Cal, Peirats halló por consiguiente su puesto de « intelectual orgánico » por antonomasia, convirtiéndose en teórico de dicho « organicismo », una « metáfora obsesiva » (p. 62) que servía a disimular la permanente falta de profesionalidad de la organización anarcosindicalista. Y concluye como sigue : nunca abandonó esa posición, fundada en la idea según la cual la solidez organizativa constituía el principal tesoro de la CNT, al contrario de sus tendencias al « optimismo revolucionario » y al « neo-nietzscheano “triunfo de la voluntad” » (p. 63).

Aquí conviene detenerse un momento en el enfoque metodológico reiterativo del honorable profesor, que consiste en manejar, a la vez, la loa (aparente) y una (auténtica) descalificación. De modo que se saluda al autodidactismo, simultáneamente, como algo encomiable pero que favorecería a la vez un saber bulímico y aproximativo. « En el país de los analfabetos, no duda en escribir Ucelay-Da Cal, manda el autodidacta » (p. 47), condenando para el caso a ese « self-made intelectual » (p. 51) a su diminuta condición de teórico de baja estofa que sólo podía acoger el movimiento libertario español, « medio tan heteróclito y falto de solidez especulativa y analítica » (p. 51). Rezumando condescendencia por los cuatro costados, lo demás va cortado por el mismo patrón : de Francisco Ferrer, « antiguo revisor de trenes » (p. 50), puntualiza que su autodidactismo pedagógico sirvió sobre todo para disimular « su pasado insurreccional republicano » y « sus iniciativas terroristas » (p. 50) ; de las prácticas de democracia directa de la CNT, no retiene sino que producían oscuras recensiones de reuniones que sólo podían entender los adeptos (autodidactas por fuerza) del lenguaje « en clave » (p. 33) ; de uno de los primeros textos del joven Peirats –Lo que podría ser un cinema social (1935)–, hace escarnio del « estilo muy propio del autodidacta [que ha] hecho bien los deberes » (p. 53) [8]. Y así sucesivamente… Página tras página, Ucelay-Da Cal destila su altivez de poseedor del único saber que cuenta para él, aquel que confiere la « formación académica » (p. 49). Y lo hace hasta tal punto que su asperísima embestida debe entenderse primero como lo que es : el alegato pro domo de un graduado de la intelligentsia que odia ver a los desharrapados aventurarse en su terreno propio como Pedro por su casa. La continuación de su requisitoria lo va a probar con creces.

La ascensión de un Rastignac en alpargatas

Visto por Ucelay-Da Cal, el trayecto de Peirats se parece a la ascensión de un Rastignac en alpargatas pasado, en unos pocos años, de ladrillero a periodista en Solidaridad Obrera. Prueba, nos dice, de que tuvo la inteligencia de comprender que el verdadero centro de control y de decisión de ese « anti-partido movimental » (p. 56) que fue, según él, la CNT, no se situaba, como se ha dicho a menudo, del lado de la FAI, sino en el mismo corazón de la casa madre, dentro de los muros de su órgano histórico, Solidaridad Obrera, cuyas « funciones coordinadoras [iban] mas allá de las usuales funciones de la “prensa de partido” » (p. 57). Convencido de haber descubierto el Mediterráneo, Ucelay-Da Cal insiste : allí es donde había que estar para formar parte de los seguros « cuadros dirigentes » (p. 56) de un movimiento que « aspiraba a ser todo el pueblo trabajador, en su más perfecto conjunto » (p. 57). Y si se desea saber en nombre de qué y a partir de qué fuentes adelanta semejante hipótesis, habrá que esperar sentado. Ucelay-Da Cal no se preocupa en probar nada, bastan sus afirmaciones. Por lo tanto, el asunto está muy claro : para elevarse fuera de la base y convertirse en « intelectual orgánico », no había posición más envidiable que la que consistía en ejercer su magisterio en el seno de Solidaridad Obrera. Para él, la CNT, es algo así como el Alma Máter de los pobres, un mundo despiadado donde la promoción de las élites depende de su capacidad para hacerse cargo de los envites del poder y para ocupar the right place. Asumiendo el riesgo de dejar algunos cadáveres por el camino.

Por eso, prosigue nuestro experto, la trayectoria de Peirats fue « más contradictoria y menos lineal de lo que él siempre pretendió » (p. 42). Y detalla dicho trayecto : opuesto a los « treintistas » –cuya lógica interna, afirma perentorio, desembocaba por fuerza en la constitución de un partido sindicalista (el de Pestaña)–, sostuvo a los « pistoleros anarcosindicalistas » (p. 60) haciendo alianza, en 1931, con « los “anarco-bolcheviques” […] partidarios de Durruti y compañía » (p. 59) antes de convertirse, en 1933, con el grupo faísta del que formó parte (« Afinidad »), en uno de los principales críticos del « insurreccionalismo “anarco-bolchevique” » (p. 60). Lo cual no hizo de él un moderado, afirma Ucelay-Da Cal, sino más bien un radical sui generis, convencido de que « era mejor estar solo que mal acompañado » (p. 61). Buenas pruebas de ello serían sus tendencias depuradoras contra los « treintistas », pero también contra Francisco Tomás, condenado en 1934 en un « juicio de honor » por no haber cumplido debidamente con sus obligaciones durante la insurrección de diciembre de 1933 en L’Hospitalet –feudo de Peirats, puntualiza el historiador.

Hay que ser, por lo visto, graduado en la Columbia University para escribir tantos disparates sin temor a poner en peligro la propia fama. Recordemos pues a Ucelay-Da Cal que muy pocos fueron los « treintistas » que se adhirieron a la lógica de Ángel Pestaña, cuyo proyecto político no cuadraba con la prístina inspiración del « treintismo », directamente heredada del muy antipolítico sindicalismo de acción directa al modo francés, el de la CGT de los orígenes. Y hablar de las supuestas alianzas, incluso circunstanciales y provisionales, entre Peirats y García Oliver (antes que Durruti), supone no entender ni papa de las profundas divergencias que los opusieron de forma duradera, y que ambos expresaron sin la menor amenidad. Por muy anarquista que fuera –y lo era a veces de forma exageradamente ortodoxa–, Peirats se sentía evidentemente más cercano, en un plano ético, al sindicalista Peiró que no al político García Oliver [9]. Por fin, convertir la expulsión del muy criticable y criticado Francisco Tomás Facundo –expulsión que Peirats cuenta detalladamente y sin ningún reparo en sus Memorias (pp. 237-238)– en prueba de su vigor punitivo, eso está perfectamente fuera de lugar, sobre todo cuando se sabe el papel de depurador auténtico que el célebre « expulsado » desempeñó, como responsable cenetista de la policía local de Lérida, durante la revolución española.

Por lo demás, el ilustrísimo Ucelay-Da Cal se esfuerza sobre todo en cargar las tintas, pese a incurrir en afirmaciones aproximativas o triviales, difamatorias o grotescas. Al leerlo, descubrimos que la FAI, de la que se ignoraba que fuera tan receptiva a los ecos del mundo exterior, habría sufrido la fuerte influencia de Majno –calificado de « sponsorizador de la tesis de la llamada “Plataforma Archinoff” » (p. 40). O que Emma Goldman, de la que Peirats fue el biógrafo [10], era, en realidad, nada menos que una « ácida matriarca libertaria » y una « insufrible luchadora » cuya característica principal fue la « obcecación doctrinal » (p. 81). O que el activismo antirrepublicano de los libertarios « dio a la derecha insurreccional una excusa para su rebelión militar » (p. 75), una opinión que difiere bien poco de la de los revisionistas de cuatro cuartos de la calaña de Pío Moa, para los cuales la Cruzada nacionalcatólica no fue, al fin y al cabo, sino una reacción a la barbarie roja. Podemos leer, en fin, que « Durruti, García Oliver y sus amigos “anarco-bolcheviques” » no habrían estado inspirados más que por el deseo de hacer las cosas « mejor » (p. 39) y más fuerte que los comunistas –cuya potencia era, como bien es sabido, decisiva en la España de los años 1930 (o sea, según las estimaciones más benévolas, unos 3.000 militantes en vísperas de la Guerra Civil). Y para apuntalar un descubrimiento un tanto defectuoso a nivel local, el sutilísimo analista afirma, bromas aparte, que los anarquistas no han hecho sino correr, en todas partes, tras los comunistas : lanzando la AIT depués del Komintern, la SIA después del Socorro Rojo y el ABC del comunismo libertario de Berkman después del ABC del comunismo de Bujarin. Aquí es tan grande el despropósito que uno se pregunta si el catalanísimo profesor no tendrá cierta inclinación en ahogar su orxata con moscatel. De todas esas ocurrencias, tan lamentables como enredadas, se colige, en todo caso, que, para el genio de la Pompeu Fabra, a ese impresentable anarquismo sólo se le puede tratar con el mayor menosprecio.

De la guerra al exilio, el hombre del « doble juego »

Muy en contra de su inclinación natural, Ucelay-Da Cal no se explaya en demasía sobre los años de guerra de Peirats. Su posición, nos dice, habría sido la de un « irreductible » (p. 64) que jugaba, permanentemente, un « juego ubicuo, doble » (p. 69). Opuesto a « los que dominaban la FAI y […] controlaban los órganos superiores de la CNT (pero no necesariamente las Federaciones locales) » (p. 68), Peirats no tuvo otra alternativa, recalca, sino replegarse en unas Juventudes Libertarias bastante « fragmentadas » (p. 68) para ofrecerle un espacio de oposición a la línea general, un espacio que ocupó al tomar la dirección de Ruta, su órgano de expresión. Sin embargo, da a entender el historiador, Peirats no fue nunca hasta el final de su lógica opositora. Ni en Mayo del 37, ni cuando se pensó en él para secretario de las JJ. LL. Asimismo, su integración, a finales de 1937, en el Estado-Mayor de la 119 Brigada de la 26 División (ex columna Durruti), cuando había sido uno de los ardientes opositores a la militarización de las milicias, daría buena muestra, según el fino sabueso de la Universidad, de la misma indecisión.

Una vez más, Ucelay-Da Cal instruye a cargo y sin probar jamás ninguna de sus hipótesis. Si Peirats, opositor declarado a la participación de la CNT en el Gobierno central, decidió dedicar sus fuerzas a denunciar esa línea en las columnas de Ruta, es que el periódico al cual colaboraba hasta entonces –Acracia, de Lérida– acababa de ser normalizado por las instancias de la CNT. Si no aceptó acceder a un cargo directivo en las JJ. LL., es porque sabía que las iban a meter, a ellas también, por el recto camino « colaboracionista ». Si marcó las diferencias, en Mayo del 37, con Jaime Balius y los « Amigos de Durruti », fue por desconfiar de su posicionamiento político, que juzgaba demasiado bolchevizante. Si decidió, en otoño, unirse a las filas de la 26 División, incluso militarizada, es que pensaba que, al fin y al cabo, se sentiría en ella más a gusto con su conciencia que no en una organización en vía de normalización ideológica. No existe nada, pues, en ese trayecto de minoritario, que sea signo de un « doble juego » cualquiera, a no ser que se considere que la única solución, para él, hubiera sido saltarse la tapa de los sesos.

Pero, como tratándose de Ucelay-Da Cal, lo peor siempre está por venir, toma aquí la forma de la patada del burro –en el sentido propio como figurado : una vez terminada la guerra, nos espeta, la identificación de Peirats « con la línea perdedora en las “Jornadas de Mayo” » (p. 70) hallará su natural salida en un « anticomunismo acérrimo » (p. 70), posición que el antifascista y progresista Ucelay-Da Cal juzga « literalmente inaguantable » (p. 70) en cuanto… los ejércitos alemanes invadieron la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Llegados a semejante nivel de estupidez argumentaria, no queda más remedio que correr el telón de acero.

Ante tal acumulación de mala fe, uno se pregunta, más de una vez, leyendo esa prosa ampulosa, qué mosca habrá picado a nuestro excelso profesor para incurrir en tal empresa de descalificación, dando pie tan fácilmente, por pura necedad, a la crítica. Vayan por delante dos ejemplos más. El primero : Peirats, nos dice, « tuvo [la] suerte » (p. 71) de que le enviaran al campo de Le Vernet (Ariège), una observación por cierto bastante peregrina cuando se sabe, primo, que, visto que todos los combatientes de la ex columna Durruti fueron internados allí, no podía ir a otro sitio y, secundo, que Le Vernet era un campo represivo particularmente reputado. El segundo : de su exilio en las Américas (República Dominicana, Ecuador, Panamá y Venezuela), Ucelay retiene que Peirats manifestó algun resabio « algo racista » (p. 72) respecto a las poblaciones locales y, como prueba, cita un extracto de un libro suyo [11] que emite simplemente la opinión, en definitiva bastante defendible, que la capacidad de resistencia del mestizo es infinitamente superior, en medio hostil, a la del europeo. O sea que no da siquiera para hacerle cosquillas a lo políticamente correcto de nuestra época, tan normativa ella [12].

¡Fuego contra el usurpador !


Plato fuerte de un prólogo que, por lo visto, sólo se ha escrito con ese propósito, la treintena de páginas que Ucelay-Da Cal dedica a machacar la obra maestra de Peirats constituyen un perfecto ejemplo del odio (de casta) que puede apoderarse de un historiador condecorado cuando la gente de a pie se atreve a ocupar su perímetro reservado. Ante tal falta de gusto, y como el rabassaire armando el trabuco para espantar al ladrón de manzanas, el único método que conoce es disparar.

El enfoque adoptado por el historiador de turno consta de dos partes. La primera, burguesamente clásica, pretende ser un recordatorio de los sacrosantos principios de la objetividad : patrocinado y financiado por la CNT a principios de los años 1950, el libro La CNT en la Revolución española no podía ser, nos dice el experto, sino una crónica –oficial o, por lo menos, oficiosa– de las hazañas de la organización confederal. La causa está pues vista para sentencia en el primer considerando del fiscal Ucelay-Da Cal : al tomarse por un historiador, Peirats, que no podía pretender más que al título de « cronista » (p. 97), usurpó un estatus que nadie le había concedido. Segunda parte de la requisitoria : si los compromisos contraídos por Peirats ante una organización de la que era uno de los responsables le impedían, de entrada, hacer obra de historiador, su auto-institución como historiador era la buena manera de alcanzar el único objetivo que la habría motivado : acceder al primer círculo de la excelencia libertaria, la que sólo confiere el reconocimiento intelectual. Visto por Ucelay-Da Cal, eso se dice así : promovido a historiador, el « organization man  » se convierte en un « auténtico intelectual orgánico » (p. 78) [13].

Aquí, conviene reconocerle al crítico de Peirats cierta habilidad en la perfidia porque nadie podría negar que La CNT en la Revolución española fue, en efecto, un libro de encargo de la CNT, pobremente financiado por sus militantes. Pero no sólo es que uno se pregunta quién fuera de la CNT podía haberlo editado, es que, puesto a ser objetivo, el muy puntilloso Ucelay-Da Cal [14] tenía que haber recordado que el asentimiento de Peirats a ese proyecto editorial estaba supeditado al respeto escrupuloso de una única condición : su estudio no debía ser objeto de ninguna interferencia « orgánica ». En ese sentido, y muy al contrario de lo que sugiere Ucelay-Da Cal, no existe evidentemente ningún punto común entre esa actitud y la que, entre 1967 y 1977, presidió –bajo control de una comisión historiográfica dirigida por Dolores Ibárruri, llamada La Pasionaria– la publicación, en cuatro volúmenes, de Guerra y revolución en España, 1936-1939, la historia –ésta sí que oficial– del conflicto español visto por el PCE.

Después viene, a través de la pluma mordaz de Ucelay-Da Cal, el análisis de un « éxito » editorial. Si La CNT en la Revolución española ha encontrado su puesto en la historiografía dedicada a la guerra de España, es, nos dice, que el estudio de Peirats se habría beneficiado de una coyuntura política favorable en relación con « la desaparición de Stalin, en marzo de 1953 » y a la repentina emergencia de « revelaciones sobre la brutalidad de la dictadura comunista » (p. 77). Poco faltó para que acusara a Peirats de haberle echado arsénico en el vodka del mismísimo Padrecito de los Pueblos. Y luego, cabalgando la misma línea argumentaria, el genialísimo analista nos espeta lo siguiente : en dicho contexto de decaimiento del comunismo internacional, el « éxito » del libro –y, por consiguiente, el « triunfo intelectual » (p. 77) de su autor– dependía en buena parte de la apropiación que operó Peirats de la antigua retórica anti-estaliniana de tradición poumista [15], y en particular la que desarrolló Julián Gorkín –del cual Ucelay-Da Cal recuerda las relaciones con el Congreso para la Libertad de la Cultura– « o sea la CIA estadounidense » (p. 80) [16]. Según el historiador, ese prestado temático, maquillado de rojo y negro, habría tenido por principal ventaja « remozar [el] maltrecho edificio ideológico-explicativo [libertario] » (p. 84), pero también el no tener que ahondar en las contradicciones internas de un anarcosindicalismo muy dividido sobre la conducta de la guerra y/o de la revolución. Dicho de otra manera, el « anticomunista acérrimo » Peirats y sus comanditarios tenían todo interés en echarles a la Union Soviética y a su apéndice comunista local la culpa de la derrota.

El « cronista » y los historiadores

Fiel a esa dialéctica donde la (falsa) alabanza precede siempre la (verdadera) calumnia, Ucelay-Da Cal le reconoce una cualidad a Peirats –la de haber sabido manejar, en los márgenes, la crítica del « colectivo “orgánico” » al que pertenecía (la CNT)–, pero es para puntualizar al momento que, para ese fin, poseía, con respecto a otros, la indiscutible ventaja de no haber sido, durante la guerra civil, « un protagonista de primera fila » (p. 89). De haberlo sido, prosigue cínicamente, debía haberse contentado con el papel de simple testigo sin acceder nunca a la notoriedad historiográfica que fue la suya al convertirse en « paladín del “libertarismo” frente a las falsedades historicistas » (p. 88). Y todo lo demás por el estilo. No cabe duda, reconoce el historiador, de que La CNT en la Revolución española contribuyó a situar « la historiografía militante libertaria en la primera fila de las nuevas olas de producción acerca de la contienda española » (p. 90), las que despuntan a principios de los años 1960, pero precisa de inmediato que ese éxito sólo podía ser provisional vista la abundante producción académica de calidad publicada en aquel decenio. Y Ucelay-Da Cal, que quiere probar que conoce el percal y desea ante todo poner al intruso Peirats en su merecido puesto de cronista de tres al cuarto, anega al lector bajo una acumulación de referencias bibliográficas acompañadas de comentarios de los que podemos colegir que prefiere, y con mucho, Hugh Thomas a Burnett Bolloten y al dúo Broué-Témime, pero sobre todo que profesa mucha admiración, lo cual no deja de ser raro tratándose de él, a Gabriel Jackson, mandarín notorio que un tal Noam Chomsky vapuleó en otros tiempos [17].

Para Ucelay-Da Cal, fue precisamente el ataque de Chomsky contra Jackson lo que salvó a Peirats del olvido al que tenían que haberle condenado los nuevos trabajos historiográficos, en particular los de Jackson [18] « ¡Qué gozada, escribe, debió ser para Peirats leerle ! » Chomsky, esa « eminencia científica [que] dominaba con comodidad todas las exigencias de la bella maniera académica » y cuya prosa daba a entender, in fine, que « Peirats, el autodidacta, tenía toda la razón » (p. 95). A contrario, uno puede imaginar cual pudo ser la irritación del no todavía diplomado Ucelay-Da Cal al leer, en 1969, los contundentes análisis chomskianos sobre la « supeditación contrarrevolucionaria » del mandarinato estalino-liberal [19]… Una prueba : ahora que se ha vuelto una de sus principales figuras, sigue sin haberlos digerido.

Pero hay más : si la crítica chomskiana le sienta tan mal al profesor Ucelay-Da Cal, es que le parece imperdonable que, en el seno de la élite tal como él la concibe, alguien se pueda hacer, como ese « lingüista tan intensamente ideologizado » (p. 94), el portavoz de la chusma. Hasta tal punto que a nuestro profesor le parece casi la figura por excelencia de la traición. En la visión que tiene de la historia Ucelay-Da-Cal (y también posiblemente en la que tiene del mundo), a cada cual le corresponde un lugar determinado y a la chusma su patio trasero. Si le reconoce a Peirats el derecho de escribir un libro –y es que nuestro neomandarín no deja de ser de lo más liberal–, no tenía, clama el autor del prefacio, el de pretender jugar en el patio de los mayores, aquel por el que Ucelay-Da Cal, convencido de su grandeza, transita a diario sin miedo a toparse con otros proletarios que no sean aquellos que barren dicho patio. La historia, escribe sin reír, pertenece a aquellos que tienen la belle manière, esto es, esa mezcla sutil de saber y de estilo que sólo otorgaría la pertenencia al mundo de la élite académica. Si hacer el ridículo matara, Ucelay-Da Cal ya estaría tieso y su cenotafio, debidamente mantenido por la servidumbre de la Generalitat y de la Pompeu Fabra, se habría convertido en un lugar señalado de romería de la soberbia postmoderna.

Uno se atreve a imaginar que la defensa grotescamente corporatista de la historia académica a la que se dedica Ucelay-Da Cal habrá incomodado un tanto a algunos de sus colegas –tal vez los propios Susana Tavera García y Gerard Pedret Otero, promotores de esta edición–, pero es de suponer que, en las antecocinas del Alma Máter, cuando se trata de demarcarse de un mandamás, cada cual se limita a cuchichear, como en las del Vaticano cuando prolifera la pedofilia apostólica. El caso es que nadie, que sepamos, ni siquiera en los márgenes de la Universidad, tuvo las agallas de decirle a Ucelay-Da Cal que, a fuerza de defender en demasía a sus pares, la gente iba a terminar por creerse que eran culpables, o por lo menos sospechosos, de algo [20]. De donde se deduce que, entre dicha gente, el espíritu corporativo es exactamente proporcional al pánico que les embarga cuando, al decir simplemente lo que piensan, correría el mayor peligro su carrerrilla universitaria. Porque, en realidad, se sabe que Ucelay-Da Cal pasa, entre unos cuantos expertos universitarios del anarquismo, por un cantamañanas o un cínico. Y sin embargo, como se lo tienen muy calladito, el tipo sigue tan campante. En otros tiempos, incluso en la Columbia University, a eso se le llamaba el poder mandarinal [21].

Dicho esto, y para volver a las valoraciones expresadas sobre el autor de La CNT en la revolución española, no es inútil precisar que la corporación de los historiadores no manifestó, ni mucho menos, las mismas prevenciones o reticencias que Ucelay-Da Cal en cuanto a la calidad histórica de sus trabajos. Así es como, en los años 1980, Julio Arostegui, otra figura de la historiografía contemporánea, solicitó a Peirats para que, en vista de « sus méritos científicos », integrara la Sociedad de Estudios sobre la Guerra Civil y el Franquismo (SEGUEF). Asimismo, y en la misma época, la Radio Televisión Española (RTVE) invitó a Peirats a formar parte de un comité de expertos encargado de valorar el rigor científico de una serie de documentales sobre la Guerra Civil que tenía por intención difundir en sus cadenas, propuesta que no fue impugnada ni por Paul Preston ni por los numerosos universitarios condecorados que integraron dicho comité.

Precisiones finales

Seamos justos, Ucelay-Da Cal no abomina por igual de todos los libertarios. Por ejemplo, a César M. Lorenzo, cuya tesis es exactamente contraria a la de Peirats, se le alaba por su « obra muy trabajada » (p. 96) [22]. El complimento, bien es verdad, sirve sobre todo para echarle en cara a Peirats el haber ignorado el trabajo de Lorenzo cuando la reedición, en 1971, en Ruedo Ibérico, de La CNT en la Revolución española, un argumento por lo menos especioso cuando se sabe, por una parte, que Peirats redactó la introducción de dicha reedición en 1969, el año de publicación del libro de Lorenzo, y que, por otra parte, no dudó en decir todo el mal que pensaba del mencionado libro [23]. De hecho, al anarquismo de la chusma, Ucelay-Da Cal le prefiere, lo cual es su derecho, el anarquismo de gobierno, línea que defendió Horacio M. Prieto, del que Lorenzo se ha hecho, desde hace cuarenta años, el constante apologista. Asimismo Ucelay-Da Cal juzga las Memorias del muy político García Oliver [24] infinitamente superiores a las del muy antipolítico Peirats, cosa que uno puede admitir igualmente de buena gana. Lo que pasa es que, en un caso como en el otro, las alabanzas que les dedica Ucelay-Da Cal a Lorenzo y a García Oliver tienen una sola y única función : desacreditar al autor cuyas Memorias esta encargardo de presentar. Por lo demás, poco importan Lorenzo, García Oliver o Peirats, ya que lo relevante, para Ucelay-Da Cal, es que, contrariamente a las esperanzas conjuntas de estos tres autores, el anarquismo obrero se haya hundido definitivamente, en los albores de la llamada Transición democrática, en « la auto-parodia » (p. 108) y que la CNT no haya levantado cabeza desde entonces.

Pero cuando hubiera podido limitarse a una simple constatación, ese desliz hacia la nada cobra, a través de la prolífica pluma de Ucelay-Da Cal, aspectos auténticamente orgiásticos. Para él, al parecer, las causas de la autodestrucción en pleno vuelo de la CNT serían múltiples : el desacrédito provocado por una supuesta alianza financiera de la Confederación con el catalanista Jordi Pujol para contrarrestar a los comunistas ; la invasión de la casa madre por una « melenuda juventud masculina » acompañada de sus « amigas feministas » (p. 109) ; la « onda “psicodélica” » (p. 109) desbordando la « Semana Libertaria » de Barcelona cuando, en julio de 1977, el parque Güell se dio aires de « Woodstock catalán » (p. 110) ; la progresiva influencia del « homintern » (p. 110), o sea de la homosexualidad militante encarnada por el travestido Ocaña [25] ; y, ocasionalmente, « con o sin provocación policial » (p. 108), el caso Scala [26]. El hecho es que, añade el histriónico observador de esa gozosa descomposición, Peirats, quien era « hombre chapado a la antigua » (p. 111), no podía reconocerse en esa CNT new style y prefirió, como García Oliver, « auto-excluirse » de ella (p. 109). Esa forma de no retener sino los aspectos espectaculares de una época que vio, en efecto, la CNT, reconstruida en un tiempo récord, perder en cinco años la mayor parte de sus fuerzas en sus luchas intestinas, resume bastante bien el enfoque primariamente descalificante de Ucelay-Da Cal. La verdad es que, por muy duros que fueran los debates que agitaron a la CNT, merecían otro trato que la caricatura que les dedica el autor. Y, por mucho que diga éste, Peirats no se excluyó en absoluto de aquellos debates. Muy al contrario, los siguió de cerca y participó en ellos, por lo menos hasta la ruptura de 1979, fecha a partir de la cual decidió, bien es cierto, mantenerse al margen. Limitar los términos de un debate en que se enfrentaron varias visiones de la CNT –sindicalista stricto sensu, anarcosindicalista, anarquista y movimientista, para decirlo en pocas palabras– a su única dimensión generacional, es, in fine, dar muestras de una evidente incapacidad intelectual en ver mas allá de la espuma de los acontecimientos. En cuanto a recordar los términos del consenso que unificó, en aquellos tiempos de transacción, a la izquierda institutional –política y sindical–, a los postfranquistas y a los representantes del capital para aniquilar cualquier perspectiva de desarrollo de un polo radical de impugnación del sistema, de eso Ucelay-Da Cal se guarda muy mucho. Más le vale, en efecto, hacer pasar la CNT por un manicomio –lo cual era también, por cierto– antes que examinar, a fuer de historiador, las múltiples connivencias que contribuyeron, incluso dentro de ella, a su marginalización.

« Sin duda, Peirats logró ser un intelectual y superó con creces su origen de autodidacta, concluye el autor de este prólogo con sabor a requisitoria, pero al final descubrió que el reconocimiento otorgado a los “trabajadores del intelecto” en España era y es escaso, cuando no más bien despreciativo. » (p. 112). Detrás de esa enrevesada fórmula, muy significativa de la pobre prosa de Ucelay-Da Cal, está muy claro que ese « desprecio » que atribuye a España entera, él mismo lo ha estando manejando a lo largo de unas cien páginas.

Queda en el aire una pregunta : ¿por qué demonios Ucelay-Da Cal, que podemos suponer ocupadísimo en destilar su infinita ciencia en los lugares del saber asalariado, ha dedicado tanta energía en presentar tan profusamente la obra autobiográfica de un personaje que le resulta a todas luces insoportable ? Lo inédito del caso, en efecto, no es tanto la aversión del mandamás –una aversión a la que podía haber dado libre curso, en forma de recensión, en una de las numerosas publicaciones académicas en las que colabora– como su empeño en rematar a un muerto en las páginas de presentación de un libro que no va firmado con su nombre sino con el de su víctima. Así que no nos parece exagerado decir que ese parangón de objetividad académica acaba de inventar un nuevo método de ejecución intelectual, método tanto menos arriesgado cuanto que, como bien es sabido, los muertos no tienen derecho a responder. Por esa misma razón hemos deseado responder nosotros a esa infamia.

Freddy GÓMEZ
Traducido del francés por Miguel Chueca



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